lunes, 4 de enero de 2010

LA SIRENITA (Cuento)

Habían pasado horas, supongo, y el calor o los nervios hacían que mi ropa se pegara obstinadamente a la piel. Qué más da, me dije, y seguí caminando en círculos sin alejarme, puesto que el cordobé´ se agarraba la cabeza y el chino pateaba el piso con disimulo. Yo sospechaba tanto de la locuacidad del primero como de la poca habilidad del segundo para dominarse cuando se veía asediado por el miedo. Estábamos en el frente de la casa de H, y desde adentro nos llegaban puteadas, frases como frías hojas que cortaban nuestro espíritu en tajos, por momentos, algún que otro repentino arranque de llanto. Nosotros lo sabíamos todo desde mucho antes. La vida nos obligaba a callar. Habían pasado un par de horas, y todo había sido demasiado rápido. Demasiado. Sabíamos que eso de vivir, de ahora en más, iba a darse a una velocidad contraria a los sucesos. La vida y el tiempo comenzarían a ocupar intensamente nuestra existencia subjetiva. El tiempo interior se dilataría constrastando notablemente con el rápido aluvión de conjeturas, de promesas, de investigaciones… La cosa, por momentos, era cómo encontrar el placer en todo esto. Pues bien, concluí, en parte, esta es la consecuencia que uno debe pagar por decidir pegar un salto moral y mantenerse al margen de toda la mierda que nos rodea. ¿Cómo vivir en paz cuando uno, exiliado por voluntad propia, se encuentra en al ápice de su dignidad, solitario, rodeado de voces, pleno de sí mismo sabiendo perfectamente que en esa soledad no se es más que una de las criaturas más poderosas del universo? Pues bien…
Luego de un largo rato de dar vueltas en el mismo sitio notamos que del interior de la casa no llegaba más que un silencio espeso. Nosotros apenas sabíamos algo, mas bien, casi nada. H no se dejaba ver. Hablábamos en voz baja, pero de cosas que nada tenían que ver con el asunto. Sabíamos absolutamente todo como para darnos ese lujo que de ahora en más tan solo gozaríamos en nuestra más profunda intimidad. Qué calor, la puta madre. Qué horas tan jodidas. Transcurrido otro largo rato, desde la casa se acercó paulatinamente un viejo tambaleante. Entre el olor a vino y a mierda que trajo su presencia se puso entre nosotros un “cagó muriendo nomá´ la pendeja” que parecía venir desde la parte más inmunda de la tierra. Nosotros nos miramos duros como una pared, mas no dijimos más que una sarta de boludeces varias que para nada amenazaban con cortarnos el pescuezo. Atisbábamos los tejados de las casas que al ponerse el sol asemejaban al jaspe, o al flujo vaginal reseco en una tela, o a diminutas motas de sangre, cuando no a una expresión amoratada de asfixia.
Nos mirábamos de reojo, furtivos y frunciendo el culo ante cualquier posible metida de pata mientras el viejo repetía “cagó muriendo...”. Preguntamos, obviamente, que cómo, mientras que el viejo daba detalles siniestros y falaces ( el busto por un lado, desprendido, la cabeza a varios metros, los brazos aún más lejos) con una leve sonrisa. ¿Y ahora? Hacía cada vez más calor. Y ahora la muerte volvía a interrumpir a golpes el sosiego de los días. Todo el mundo impresionado. La muerte. La muerte joven. La muerte bella. La muerte horrible. La muerte sublime. La muerte perversa. Una verdadera obra de arte. Un acto infernal. La muerte en las talegas y en los ojitos de las viejas. La muerte en el eructo pútrido de los borrachos. LA MUERTE: Un acontecimiento azuzando las más agudas imaginaciones y acosando intrépidamente a las almas más enjutas. Muerte acá y muerte allá.
Ansiosamente, por otra parte, el silencio siempre se aprieta contra las puertas de los hechos.
Absolutamente nadie.
Nadie.
Absolutamente nadie de nadie entre los nadies.
Nosotros que todos lo sabíamos, los representantes anónimos de la muerte, caminábamos impunes bajo el arco dorado del sol de la tarde. Libres e inmensos en la invisibilidad. Los más poderosos del mundo.

H por fín salió y nos contó todo con un gesto de furia. Dio todos los detalles con la precisión de un maestro en las líneas chorreantes de crimen. El viejo nos miraba de reojo, escuchaba, se frotaba las manos, hasta que H lo despidió con tan solo voltear su cara empleando ese movimiento súbito que tantas veces habíamos visto preludiando una copiosa lluvia de puñetazos y rodillazos. Lo conocíamos así, pero también confidencial y contradictorio, a veces temperamental, a veces, cuando algo lo obsesionaba, atento hasta en lo más insignificante. Una vez que nos puso al tanto de la muerte de quien hasta hacía días atrás había sido su novia, adoptó para con nosotros un tono suave y casi implorante. De la desesperación desplegó todo un abanico de posibilidades, de medios, de implicaciones. Incluso mencionó algo acerca de su propia responsabilidad, lo cuál, en el asfixiante calor, resultó como un chorro de agua fría que, de algún modo, lograba aliviarnos. ¿Porqué no sospechar que aquellos a los cuáles un día mandó en cana tan sólo para despegarse del asunto de la merca en Rafael Castillo no andarían detrás de esto? ¿Porqué no sospechar de los que sabían que sus cómplices habían sido silenciados en una noche oscura de calabozo? ¿Porqué no sospechar de aquellos que no vieron ni un cuarto de lo que esperaban ganar en aquel negocio mientras H no reparaba en darse gustos como si nada? ¿Porqué olvidarse del peruano muerto en el supuesto intercambio de balas cuando fueron a allanar el galpón? Ah…¿Y los que sabían que la pendeja era golpeada, dopada e intercambiada por favores? ¿Esos no sospechaban? ¿Y nosotros? No, nosotros sabíamos poco, pero éramos útiles para determinadas causas.

H era así, y en estos momentos parecía que el poder del uniforme ya no lo llenaba de vida. Días atrás solía creerse algo más que un hombre. Para muchos era un monstruo, para otros un gran hombre que sabía poner orden. Los vecinos del barrio lo estimaban como un ejemplo de entereza y vocación contra el crimen. Para alguno que otro era un referente moral, incluso, que, cuando descargaba una bofetada pública en el rostro de la pendeja, no hacía más que llevar a cabo un ritual en el cual se volvían a poner las cosas donde debían estar. No sería nada raro que si ahora hubiera alguien sospechando de él, no tratara de justificar el crimen con un elocuente “por algo lo habrá hecho”. No obstante, la actividad de H no era regida por ningún otro entusiasmo que no fuera el poder que esta era capaz de otorgarle. La impunidad y la brutalidad de algunos de sus actos no era cosa ignorada, es más, hechos como aquél en el cual le rompió las piernas a un pibe cartonero que lo había saludado con el dedo mayor apuntando al cielo eran tibiamente contadas en algunas tertulias, pero siempre más allá de todo repudio. A pesar de sus opacos valores y de su personalidad siempre dispuesta a la legítima defensa, la relación que teníamos con él solía ser más que llevadera. Esto, quizás, se debía a la complicidad que nos unía en la pubertad cuando atracábamos a comerciantes distraídos o acechábamos a muchachos de nuestra edad cuya inocencia solía dejarlos muy mal parados. Notablemente dotados por la ley de la fuerza y curtidos en un permanente abandono, nos sabíamos autosuficientes y dispuestos a todo. Quizás esto y la pasión por todo aquello que siempre se deslizaba por los márgenes de toda moral común, en el fondo, constituía un lazo indisoluble.
Que H se haya hecho policía, al principio, cayó como un gancho al hígado. Para nosotros no significaba más que una declaración de enemistad o una sucia traición a aquellos actos que nos conducían hacia el más profundo goce. ¿De qué se trataba? ¿De una venganza contra la miseria del abandono? ¿De una reivindicación frente al constante desprecio que siempre nos traía el sentirnos diferentes a los demás? ¿De qué…?
Al poco tiempo vimos caer a pedazos todo tipo de especulaciones; detrás del disfraz de hombre de orden se escondía una fiera abyecta aún más feroz que aquella que años atrás robaba golosinas o repartía golpes contundentes por cuestiones de orgullo. La fiera se deslizaba furtivamente y una vez que cazaba a su presa la sometía con todo el peso de su poder. “La ley empieza y acaba conmigo”, le escuchamos decir una vez mientras nuestras narices se aprontaban al trofeo confiscado en uno de esos operativos en los cuáles siempre lo veíamos victorioso. Ahora, la fiera herida gruñía con amargura y nos juraba que no pararía hasta reventar a quienes mataron a la pendeja. No recuerdo qué dijimos, pero creo que, de alguna manera, ofrecimos nuestra ayuda o simplemente notamos que él contaba con nosotros, sobre todo cuando dijo eso de ir a buscar el cuerpo. El calor hundía la ropa en nuestra piel. Creo que resoplamos los tres al mismo tiempo y dijimos alguna que otra idiotez, siempre asintiendo, como no podía ser de otro modo en dicha circunstancia.
Nos quedamos parados mientras él contaba lo de los pies atados y metidos en una bolsa de residuos. Algo quería decir, por supuesto. Nosotros no sabíamos absolutamente nada de todo eso. Lo cierto es que desde que H salió a ponernos al tanto de la situación yo comencé a recordar simultáneamente la primera y la última noche que estuvimos con la pendeja. Alternaban en mi mente los detalles de sus piernas atadas y cubiertas con la forma que dibujaba todo su cuerpo al caminar como arrastrándose. El momento último de sus arcadas con su manera de hablar dilatando vocales cuando estaba drogada. La cachetada del cordobé´ con los moretones disimulados en sus brazos. Nosotros no sabíamos nada, puesto que sabíamos absolutamente todo. H apoyó una mano en mi hombro, puso voz de hermano, se le contrajo la cara con un pudor súbito que escondió tras una retahíla de puteadas y unos dientes apretados que ya no daban miedo. Nos dio la espalda y empezó a caminar apurado mientras de repente me asaltó el recuerdo de aquella vez que la pendeja, estando sola conmigo en el comedor de la casa de H, me pidió por favor que le diera vuelta la cara de un bife. Apreté los labios, y caí en la cuenta de que era un buen momento para nacer otra vez. La muerte había regresado. ¿Cuánto más podría tardar en anunciarse a grito pelado, retumbando en todo el espacio y aturdiendo cada fibra de nuestra humanidad? Mientras, los hombres más poderosos del universo echamos a andar deseosos de un par de gruesas líneas y distraídos por un torrente de atiborrados dibujos en la memoria.

Me enteré de que la muerte ya andaba dando vueltas por ahí mientras una gorda ojerosa jugaba con mi pene. Recurrí a varios recursos como para no verme afectado por lo que decían en la radio. La situación permitía sonreír con cierta levedad, pero me veía afectado por la fricción que provocaba mi posición frente al estentóreo discurso del mundo entero. No pude, sin embargo, evitar sentir el dominio del poder incluso en el control íntimo de la verdad. ¿Qué decían en la radio? Me agitaba de placer cuando hablaban de venganza o de crimen pasional. ¿Se les ocurriría , acaso, decir que el móvil del asesinato estaba en el sumo goce erótico que tan sólo era posible en la profanación total de la carne? ¿Que la supresión definitiva de ese cuerpo constituía un movimiento en el cuál el ser humano podía verse libre transgrediendo a la misma muerte? Éramos tan poderosos que nadie debía saberlo. Nadie. Ni siquiera ella lo supo cuando empezamos a hablar de profanación y de goce y de amplitud del espíritu, etcétera, etcétera. Ciega de palabras accedió inmediatamente, recuerdo, convencida de que al dejarse penetrar por tres vergas simultáneas estaba dando un paso más allá de todo mandato social. Los níveos vómitos del glande la coronaban de gloria. Vivamos, gritamos entonces.
La llevamos con los ojos vendados a un lugar que ni yo mismo logro precisar. Digamos, para no complicar, al corazón mismo de la negra noche. Drogados, sudorosos, jadeantes y excitados permanecíamos con los ojos entrecerrados y la mente en esa idea fija de lo perverso: el sumo goce que supone la ruptura total y embriagadora. La degradación, el desquite, el acto violento era lo que colocaba al verdadero perverso ante la inmediata e infalible autenticidad del goce, así que tuvimos su cuerpo a disposición para arrancarle la ropa a tirones, tumbarlo como un objeto, acomodarlo, enderezarlo, volverlo a tumbar, llenarlo de baba, marcarlo a dentelladas. Recuerdo que su delicado pecho se convulsionaba cada vez que nuestras manos empuñaban sus telas y las abrían con inusitada avidez. Ella vociferaba, agitaba sus manitos en el vacío, se buscaba las tetas antes de que alguno de nosotros adivinara su intención precipitándose en un sopapo y en una mordida intensa que marcaba la aureola rígida del pezón. Prohibido gritar. Plaf! Sonreía y dejaba caer un grueso hilo de saliva por el lado opuesto a aquél que había recibido el amable manotazo. Comenzamos a profanar el cuerpo poco después de alternarnos furiosamente en la penetración sintiendo el chasquido explosivo de las carnes al encontrarse, el vaho húmedo, el roce caliente, sus gemidos entrecortados y dispersos a lo largo de la noche.
Entre sudores, hedor a sexo y viscosidades, procedimos a atar sus piernas con una soga. Ella se dejó hacer. Acto seguido, procedimos a cubrirlas con una bolsa oscura mientras ella, con suavidad, deshacía su forma reptando como si fuera una serpiente. “Parecés una sirena”, dijo el chino, que ni bien percibió que en sus ojos se manifestaba una especie de placer, descargó sobre su rostro un diestro revés que hizo que el cuerpito quedara manso. El gesto se volvió trémulo y apenas sonriente. Le había dolido. Nosotros comenzamos a sentirnos inmensos. Ella no lo sabía. Llevaba, de vez en cuando, la mano al labio sangrante. Volvimos sobre ella ya resueltos y plenos de poder. Recuerdo que durante un segundo se me cruzó la imagen de H y pensé en esa especie de amistad, lo cual me inyectó renovadas fuerzas. Me acerqué, presioné su cabeza con ambas manos e introduje mi verga en su boca jadeante de algo parecido a la desesperación. Eyaculé en su cara y la aparté con una patada colocada justo en la mitad del tórax. Emitió un gemido ronco y se quedó mirándome con una mueca condenatoria que inmediatamente convirtió en una burla. Se arrastró apenas unos metros como un animal repugnante y malherido. Yo la recordé apagando un cigarrillo con la punta de su lengua y arrodillándose a mis pies sin decir nada, como esperando a que la humillara de alguna manera. No sé qué cosa se cruzó en ese instante por su cabeza, pero arrugó el entrecejo y me sacó la lengua hasta que corrí hacia ella poniéndole una mano en la cara. El cordobé´ y el chino sujetaron sus extremidades. Mientras apretaba su cuello noté que nunca la luna me había parecido tan grande y hermosa. Me sentí tan libre que pensé que el abrupto silencio de la noche se hizo para que pudiera lograr una plenitud comunicativa con mi alma dilatada.
Las criaturas más poderosas del universo seguíamos ignorándolo todo. Con el corazón contraído y los ojos muy abiertos, decidimos imitar al resto de la gente; nos dejamos seducir por los enigmas de la muerte. Nos lanzamos a un sinnúmero de especulaciones sin ningún temor al ridículo. Jamás pensamos que la imaginación y la idiotez podrían llegar a tanto.
Días después, cuando la muerte ya daba señales de agotamiento, supimos que habían ordenado la captura de H. Al parecer, habían aparecido de la nada unos cuántos testigos claves. No nos detuvimos a pensar en H, ya que la satisfacción otra vez envolvía nuestra notable existencia. Nos miramos en silencio y los tres al mismo tiempo procuramos despegar la ropa que se adhería húmeda a la piel.

jueves, 17 de diciembre de 2009

Pompa y circunstancia (postal de una Lomas del Mirador)

He visto a un hombre al atardecer
que intrigado por el ruido de los árboles
se arrojó a un patio cualquiera con movimiento de pez.
He visto salir del patio a una mujer que se arrancaba los pelos
y convertía todo lo que miraba en una piedra candente.
He visto multiplicarse a esa piedra hasta posarse trémula
sobre cada habitante.
El peso del silencio sube por los testículos y estalla en el aire invadiéndolo todo.
Camino como un sobreviviente a una gran catástrofe tal vez buscando cráneos
o piernas o torsos mutilados, parándome en cualquier esquina,
examinando cada auto abandonado.
Qué raro se puso el barrio, pienso, hasta que del fondo de las baldosas
brotan unos guardianes del orden
que me dan a elegir entre el destierro o la muerte.
Yo busco explicaciones más fuertes que el rodillazo en el estómago
o los garrotes de la averiguación de antecedentes.
Una multitud me escupe
hasta que llega mi madre
con su paz y su sonrisa como ajena a este mundo.
La he visto limpiar la sangre de mi boca
y luego agitar el pañuelo
con un gesto iracundo.
Los he visto a todos devorando mi carne
antes de bailar con el canto de sirenas.
Los he visto celebrar al caer la guillotina de la tarde.
¿Es que acaso mi verdad no vale?
Se me da por decir antes de ese puñetazo
de oficio que me llenó de promesas.
Canto somnoliento:
Lomas del Mirador me dio amor,
Lomas del Mirador me dio amor,
Lomas del Mirador me dio amor,
Lomas del mirador me dio amor.
Yo creo en lo que siento,
yo creo en el amor.
He visto al miedo salir de traje a la calle
pegado a las paredes
sospechoso de su sombra.
He visto a la inocencia corriendo de un lado a otro
con un fusil en la mano.
He tenido conciencia ni bien el terror me sujetó del cuello
y me lanzó al corazón íntimo del desastre.
Lomas del Mirador me dio amor
(y una moral de vampiro que me rompe a pedazos).

miércoles, 16 de diciembre de 2009

otro poema de amor (con muerte).

Mi corazón de a ratas golpetea sin pietá (trac trac trac trac)
ala luzde la cuna de arratas aúlla
hasta que unárbol cae
sobre el cráneo del decimotercer amor
amanece otro Tártaro
Todos los días la misma historia
todos los días la misma histeria
“estoi cansaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa de que te cuelgues así!!!!!”
Amo al árbol
y su brazo puntiagudo pa´abrazarte elequeleto
mientrase flota
mientrase frota
mientra la flota se aleja
desos pensamientos
que brotan desus sesos desprolijo - enel jardín
quiero queme deje avierto el mar
mi corazón de a ratas
siente que del otro lado de su cuerpo (yerto)
la vida
(( ay! esa convulsión
esa compulsión))
tiene algo pa´ decirme

“he aquí mismo tu último reino: falo-cetro
sobre el día y la noche.
tienes el gobierno de la muerte”.

Me tumbo enese reino
que mira con ojohueco – alin finito.
He visto su gesto
y la crisis de un imperio
en su cabello insangrentao:



“NON SONO MAI STATO TANTO ATTACCATO ALLA VITA!”

Un amor para Giorgio

I


Zozobra del espíritu en los atardeceres:
un llanto por el recuerdo de una calle gris que desemboca
en infinitas calles
con infinitas casas
de infinitas habitaciones
e infinitas ventanas
que se adentran en el espejo de su retina
que es un callejón oscuro de Londres
en cuyo final hay un ojo
mirando todas las cosas del universo.
Zozobra del espíritu al amanecer:
un llanto al comprobar que ama demasiado la vida
y no queda tiempo que perder,
hay que vivirla, excitarla, exprimirla
en sus recovecos mas turbios
en sus explosiones mas intensas
en las emociones mas duramente eficaces para el hecho poético.

Zozobra de los espíritus un día cualquiera:
una mueca adusta al intercambiar palabras que creían abandonadas en la llovizna

Tal vez sólo una fantasía y se detuvieron a escuchar.
Silencio.
Risa.
Aturdimiento.
Se detuvieron a escuchar.
Uno elevó sus párpados
al cielo;
recitó Keats de memoria.

Ella persuadida de que no hay gesto tan parecido a la muerte. Feliz por la tristeza, que más da.

Esperaron absortos el desarrollo impredecible de esto que tal vez sucedía
sólo en ellos, o sea, en todo el mundo en un mismo instante.

Se desearon sin mirarse.
Él con una navajita inútil apretada en un bolsillo
(que le traía recuerdos del padre
y caricias de la madre).
Ella dibujando figuras invisibles en el suelo.
El tiempo se había extinguido
Ella se buscaba en lo ingrávido.
Él en el coraje que de tan profundo
parecía inalcanzable.


Velos de melancolía cubrían sus rostros
cuando al verse, por fin,
sintieron que el suelo era un hondo hueco bajo sus pies.
Síntomas de la finitud del hombre la conmoción
la espontánea crisis de la memoria,
el vértigo de la experiencia,
los agujeros en pleno corazón del conocimiento.
Síntomas del carácter finito y paradoja del estar vivo aún
cuando el estupor suspende todo indicio de vigor
y deja en la conciencia una incertidumbre.
La melancolía invadía cada fibra de sus cuerpos.
Llovía.
Era la repetición infinita de un acontecimiento
predeterminado en una temporalidad
distinta a la humana
(olvidó a una señorita de Madrid,
a una muchacha del Buenos Aires de su niñez).
Era algo que susurraba su nombre en un rincón oscuro
de su alma,
con anhelos de muñeca decapitada,
con palabras como desgarramientos
sobre la mortaja de su identidad.
(Ella que reconocía un poema en cada lágrima vertida).
Uno tenía respuestas. Una más infalible que la otra.
La tiranía del miedo lo asediaba con preguntas.
No era cuestión de sentir.
Suspiró desconsolado.
La otra no buscaba respuestas, sino un motivo de vida
que diera a luz una posibilidad poética.
Escritura del yo.
Era cuestión de sentir.
Consuelo en los suspiros.
La sensibilidad taimada la acorralaba con puntadas.
Se miraron durante un minuto.
Se miraron quizás para siempre.
El amor encadenado a los troncos podridos de la memoria

Desearon ardientemente
por una representación
desplegada en la figura del otro.
Abandono.
Partieron bajo el lluvioso cielo.
Y todo el resto no fue literatura.

Torvo viejo cuervo profético
dijo ella mientras pisoteaba tumbas diminutas.
Mujer de arcana mirada
Sherezade
traicionada por una mudez
hecha de enigmas impronunciables
barruntó él.
Ella tomó su mano no sin sentir una leve sublevación en su propia garganta.
Él apenas vaciló
dispuesto a evocar
a recordar
un pedazo de existencia
una lectura entre huellas y huellas
sobre gotas crepusculares y arrullos de voces oníricas.
Colocóse excesivamente inteligente.
Ella se aguantó con ganas el llanto.
Él enfatizó sobre el color de las nubes
posadas sobre los laberintos.
Tronó todo el cielo.
Ella aprovechó el fenómeno como un guiño
o señal.
Con una fuerza fingida se olvidó de ella misma;
preguntóle acerca de su actividad sexual.
Él se indignó buscando palacios derruidos
en cuadrículas de suelo

Colocóse excesivamente energúmeno.
Ella sonrió sin que él la percibiera.
Ella extraviada le susurró “vamos”.
Oh.
Algo cercano a la repugnancia turbó su pensamiento
y redujo aún más su encorvado cuerpo.
No obstante sintióse joven como nunca lo había sido.









II


Un albergue
cuyo frente
le recordaba a las mayólicas
de un lupanar en Burdeos
que visitó (así dijo) en el sigloXIX.
Se lo vio casi alegre,
casi extático.
Un hombre en la entrada se le figuró como un rudo marino
que tuvo el desagrado de conocer.
Volvió la mirada.
El marino lo observaba curioso
y para nada desafiante.
Ella pidió habitación.
Lo condujo hacia ella como las putas carnosas
solían empujar hacia la calle
a los juerguistas ebrios.
Como aquellas, ésta lo atisbó de arriba a abajo
y procedió a contarle su vida
sus deseos
sus amores
sus fracasos.
Buscó su voz
entre los caballitos alados de la congoja
los venablos del llanto
y la siempre fulgurante
armadura de la palabra suicidio.
Sin embargo él se puso de pie.
Elevó la vista.
Múltiples ventanas reflejaban
en lo alto sus propios cuerpos.
Se vió deseperado,
con ganas de luchar
trémulo y opaco
como lo ponían los fantasmas
que en el bajo
hacían depender su destino de una hoja de cuchillo.
Un laberinto.
Todos los espacios del universo
concentrados en un único espacio
de vivos ojos inmóviles,
quizás.
Ella, entre carcajadas y convulsiones de llanto
comenzó a desvestirlo.
La lluvia no cesaba.
La melancolía cubríalo todo como una niebla.
¿Alguien dijo algo? Ávidas manos se disponían ante las hojas.
Él, tumbado y abandonado, musitó:
“…los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres”.

Afuera llovían.
Poetas malos.
Poetas mediocres.
Poetas malos.
Poetas mediocres.
Poetas malos.
Poetas mediocres.

La vida es.
Hombres de imaginación enjuta.
Hombres amocosados por el aburrimiento.
La vida es.
Afuera llovían.
Poetas malos.
Poetas mediocres.
Poetas malos.
Poetas mediocres.
Poetas malos.
Poetas mediocres.


Afuera llovía.

Vos.
Usted.
Yo.

Lector hipócrita.

Afuera llovía.

sábado, 5 de diciembre de 2009

BUENA NUEVA

A comienzo de semana
tenía dos poemas para corregir.
A mitad de ella me diagnosticaron
cáncer de pulmón.
Al final de la semana
tenía tres poemas perfectos y sublimes.

OPIÁCEO

Conversaban sobre el amor
restos de cigarrillos con ojos de cometa
un saxo tenor emergente del humo
una estatua que lloraba whisky por los niños ricos del mundo
seis pastillas de codeína.
Van dos horas y media.
Nadie trate de entender esto.
“Hay cosas de las cuales nadie habla”
Tres.
Sobre el amor y el maldito mundo
en otro vientre diminuto de cadáver. Odiado y envenenado
con gestos de madre
protectora.
Procuren no entender nada de todo esto.
“Hay cosas que parecen ignorar todo aquello que no trate de ellas mismas”
“Dos seres que conforman toda la población de un planeta permanentemente amenazado”.
“Lo que está afuera siempre conlleva algo destructivo por su propia esencia”.
“No hay nada mas inocente e implacable”.
“Por supuesto que también el dolor nos devuelve la vida, pero a diferencia de éste, nada pregunta…y existe por sí misma, como si de la nada surgiera, como si tampoco
la vida fuera”.
Nadie trate de interpretar algo en esto o de arriesgarse a saber de qué diablos estoy hablando.
Tres horas y media.
Un perro me habla en mi idioma.
“Tsssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssss” hace el mundo cuando se detiene.
Y todos miran asombrados.
Despiden los párpados al cielo o los sepultan metros bajo tierra para que no puedan volver.
Con el silencio todos quieren entender, como los que se sinceran con la lluvia.
Las horas que se arrojan una tras otra.
La muerte es como si se estuviera fuera de ella.
Ahora traten de entender.
Una cabeza cae rebotando en las escaleras.

miércoles, 25 de noviembre de 2009

DIARIO DE UN ARTISTA (maldito)

I

Devuelto al mundo con una verga carcomida,
pensé en hacerme un artista brillante.
Andaría por las calles
exhibiendo mi arte a un público inocente
que brotaría como hormigas de la memoria.
Llevando mi verga carcomida con una mueca de satisfacción
haría inmortal en las personas el gesto,
la crispación,
el tropiezo
o todas las reacciones del instinto de supervivencia.
Diría en mi interior cosas como “mírenme la verga y pónganse a bailar, inmundos”
y les cerraría el paso como una nube repentina
o como un vals estallando desde la boca de las tiendas.
Los más reaccionarios me empujarían, y yo, con enorme complacencia, trataría de acomodarme con un movimiento tan eficaz que me devolvería a plena tierra.
Entonces, besaría sus zapatos o me arrojaría a sus rodillas invitándolos a observar el suelo hasta sentir la cercanía de un destino mucho más real que el que prometen las estrellas.


II

Podrida la verga y dispuesto el cuerpo como un azotado,
cargaría una montaña sobre los hombros,
y sólo miraría el cielo para reírme de los que buscan la lluvia o la belleza para endulzarse la existencia.
Me pondría ante sus ojos como un horizonte de papel y les diría ampulosamente;
“¡óiganme carajo, que alguien tenga el valor de darme de comer!”
y les mostraría una sonrisa llena de una costra parecida al retrato de un héroe, madre, esposa o hijo bien tratado.



III


Oiga, señora, cuánto me halaga con su espasmo,
cuánto me emociona con su llanto,
cuán vivo me siento con ese licor rosado
manando de sus labios.


No es para tanto, a veces pienso.
Usted me pone contento.
Perdón por la certeza.
Si no la miro a los ojos es porque me da dolor de cuello,
no es mi culpa,
no se tape,
no me insulte,
no se vaya.
Entienda que solamente soy un hombre que dedica su vida al arte.
Míreme la verga,
míreme la espalda,
son mis mejores obras maestras.
Me siento orgulloso de ellas.
Sepa que nace un genio entre millones,
y yo le digo,
tóqueme la verga,
siéntese en mi espalda,
siéntase feliz de ser tan humana.
¿Qué? ¿Qué cosa?
¿Qué representa mi arte?
Bien, se lo diré;
Soy el hombre hecho a imagen y semejanza de lo divino.
Represento la imperfección de un dios demente y moribundo
caído al mundo con espanto.
Soy el límite de la representación que anuncia la muerte de dios
y la libertad del hombre para arrancarse los ojos una vez comprendida
la magnitud de la sabiduría.




IV

Podrida la verga,
henchida la espalda y abundante la baba,
una vez consagrado artista daría largos discursos sobre el amor,
las enfermedades venéreas del verbo y las relaciones públicas del alma.



V


Siendo ya una celebridad entre los mortales exigiría una ciudad
hecha a imagen y semejanza de mi arte.

Itifálico emblema clavado en un vientre cuyas vísceras
traerían el hedor de la esperanza.
Abultados edificios dispuestos al viento como camillas
sin muertes ni alboradas.



VI


Siendo ya una celebridad, señores, ofrendaría mi arte
en un rito orgiástico en donde los anhelos de inmortalidad
se nutrirían con el semen y la sangre de mi verga agonizante.
Ofrecería la curva de mi espalda para reconocimiento del hambre
y su mastín asalariado.
Consagrado el arte de la putrefacción y lo deforme como mimesis del hombre
en su estado auténtico,
abriría mi corazón de Tántalo
y haría llover la ambrosía de mi sexo enfermo sobre el apetito
insatisfecho del tiempo,
de la muerte,
del horror,
de la pasión
por lo real
y su ojo de vidrio
que llora
verdades a medias.