I
Zozobra del espíritu en los atardeceres:
un llanto por el recuerdo de una calle gris que desemboca
en infinitas calles
con infinitas casas
de infinitas habitaciones
e infinitas ventanas
que se adentran en el espejo de su retina
que es un callejón oscuro de Londres
en cuyo final hay un ojo
mirando todas las cosas del universo.
Zozobra del espíritu al amanecer:
un llanto al comprobar que ama demasiado la vida
y no queda tiempo que perder,
hay que vivirla, excitarla, exprimirla
en sus recovecos mas turbios
en sus explosiones mas intensas
en las emociones mas duramente eficaces para el hecho poético.
Zozobra de los espíritus un día cualquiera:
una mueca adusta al intercambiar palabras que creían abandonadas en la llovizna
Tal vez sólo una fantasía y se detuvieron a escuchar.
Silencio.
Risa.
Aturdimiento.
Se detuvieron a escuchar.
Uno elevó sus párpados
al cielo;
recitó Keats de memoria.
Ella persuadida de que no hay gesto tan parecido a la muerte. Feliz por la tristeza, que más da.
Esperaron absortos el desarrollo impredecible de esto que tal vez sucedía
sólo en ellos, o sea, en todo el mundo en un mismo instante.
Se desearon sin mirarse.
Él con una navajita inútil apretada en un bolsillo
(que le traía recuerdos del padre
y caricias de la madre).
Ella dibujando figuras invisibles en el suelo.
El tiempo se había extinguido
Ella se buscaba en lo ingrávido.
Él en el coraje que de tan profundo
parecía inalcanzable.
Velos de melancolía cubrían sus rostros
cuando al verse, por fin,
sintieron que el suelo era un hondo hueco bajo sus pies.
Síntomas de la finitud del hombre la conmoción
la espontánea crisis de la memoria,
el vértigo de la experiencia,
los agujeros en pleno corazón del conocimiento.
Síntomas del carácter finito y paradoja del estar vivo aún
cuando el estupor suspende todo indicio de vigor
y deja en la conciencia una incertidumbre.
La melancolía invadía cada fibra de sus cuerpos.
Llovía.
Era la repetición infinita de un acontecimiento
predeterminado en una temporalidad
distinta a la humana
(olvidó a una señorita de Madrid,
a una muchacha del Buenos Aires de su niñez).
Era algo que susurraba su nombre en un rincón oscuro
de su alma,
con anhelos de muñeca decapitada,
con palabras como desgarramientos
sobre la mortaja de su identidad.
(Ella que reconocía un poema en cada lágrima vertida).
Uno tenía respuestas. Una más infalible que la otra.
La tiranía del miedo lo asediaba con preguntas.
No era cuestión de sentir.
Suspiró desconsolado.
La otra no buscaba respuestas, sino un motivo de vida
que diera a luz una posibilidad poética.
Escritura del yo.
Era cuestión de sentir.
Consuelo en los suspiros.
La sensibilidad taimada la acorralaba con puntadas.
Se miraron durante un minuto.
Se miraron quizás para siempre.
El amor encadenado a los troncos podridos de la memoria
Desearon ardientemente
por una representación
desplegada en la figura del otro.
Abandono.
Partieron bajo el lluvioso cielo.
Y todo el resto no fue literatura.
Torvo viejo cuervo profético
dijo ella mientras pisoteaba tumbas diminutas.
Mujer de arcana mirada
Sherezade
traicionada por una mudez
hecha de enigmas impronunciables
barruntó él.
Ella tomó su mano no sin sentir una leve sublevación en su propia garganta.
Él apenas vaciló
dispuesto a evocar
a recordar
un pedazo de existencia
una lectura entre huellas y huellas
sobre gotas crepusculares y arrullos de voces oníricas.
Colocóse excesivamente inteligente.
Ella se aguantó con ganas el llanto.
Él enfatizó sobre el color de las nubes
posadas sobre los laberintos.
Tronó todo el cielo.
Ella aprovechó el fenómeno como un guiño
o señal.
Con una fuerza fingida se olvidó de ella misma;
preguntóle acerca de su actividad sexual.
Él se indignó buscando palacios derruidos
en cuadrículas de suelo
Colocóse excesivamente energúmeno.
Ella sonrió sin que él la percibiera.
Ella extraviada le susurró “vamos”.
Oh.
Algo cercano a la repugnancia turbó su pensamiento
y redujo aún más su encorvado cuerpo.
No obstante sintióse joven como nunca lo había sido.
II
Un albergue
cuyo frente
le recordaba a las mayólicas
de un lupanar en Burdeos
que visitó (así dijo) en el sigloXIX.
Se lo vio casi alegre,
casi extático.
Un hombre en la entrada se le figuró como un rudo marino
que tuvo el desagrado de conocer.
Volvió la mirada.
El marino lo observaba curioso
y para nada desafiante.
Ella pidió habitación.
Lo condujo hacia ella como las putas carnosas
solían empujar hacia la calle
a los juerguistas ebrios.
Como aquellas, ésta lo atisbó de arriba a abajo
y procedió a contarle su vida
sus deseos
sus amores
sus fracasos.
Buscó su voz
entre los caballitos alados de la congoja
los venablos del llanto
y la siempre fulgurante
armadura de la palabra suicidio.
Sin embargo él se puso de pie.
Elevó la vista.
Múltiples ventanas reflejaban
en lo alto sus propios cuerpos.
Se vió deseperado,
con ganas de luchar
trémulo y opaco
como lo ponían los fantasmas
que en el bajo
hacían depender su destino de una hoja de cuchillo.
Un laberinto.
Todos los espacios del universo
concentrados en un único espacio
de vivos ojos inmóviles,
quizás.
Ella, entre carcajadas y convulsiones de llanto
comenzó a desvestirlo.
La lluvia no cesaba.
La melancolía cubríalo todo como una niebla.
¿Alguien dijo algo? Ávidas manos se disponían ante las hojas.
Él, tumbado y abandonado, musitó:
“…los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres”.
Afuera llovían.
Poetas malos.
Poetas mediocres.
Poetas malos.
Poetas mediocres.
Poetas malos.
Poetas mediocres.
La vida es.
Hombres de imaginación enjuta.
Hombres amocosados por el aburrimiento.
La vida es.
Afuera llovían.
Poetas malos.
Poetas mediocres.
Poetas malos.
Poetas mediocres.
Poetas malos.
Poetas mediocres.
Afuera llovía.
Vos.
Usted.
Yo.
Lector hipócrita.
Afuera llovía.
miércoles, 16 de diciembre de 2009
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