lunes, 4 de enero de 2010

LA SIRENITA (Cuento)

Habían pasado horas, supongo, y el calor o los nervios hacían que mi ropa se pegara obstinadamente a la piel. Qué más da, me dije, y seguí caminando en círculos sin alejarme, puesto que el cordobé´ se agarraba la cabeza y el chino pateaba el piso con disimulo. Yo sospechaba tanto de la locuacidad del primero como de la poca habilidad del segundo para dominarse cuando se veía asediado por el miedo. Estábamos en el frente de la casa de H, y desde adentro nos llegaban puteadas, frases como frías hojas que cortaban nuestro espíritu en tajos, por momentos, algún que otro repentino arranque de llanto. Nosotros lo sabíamos todo desde mucho antes. La vida nos obligaba a callar. Habían pasado un par de horas, y todo había sido demasiado rápido. Demasiado. Sabíamos que eso de vivir, de ahora en más, iba a darse a una velocidad contraria a los sucesos. La vida y el tiempo comenzarían a ocupar intensamente nuestra existencia subjetiva. El tiempo interior se dilataría constrastando notablemente con el rápido aluvión de conjeturas, de promesas, de investigaciones… La cosa, por momentos, era cómo encontrar el placer en todo esto. Pues bien, concluí, en parte, esta es la consecuencia que uno debe pagar por decidir pegar un salto moral y mantenerse al margen de toda la mierda que nos rodea. ¿Cómo vivir en paz cuando uno, exiliado por voluntad propia, se encuentra en al ápice de su dignidad, solitario, rodeado de voces, pleno de sí mismo sabiendo perfectamente que en esa soledad no se es más que una de las criaturas más poderosas del universo? Pues bien…
Luego de un largo rato de dar vueltas en el mismo sitio notamos que del interior de la casa no llegaba más que un silencio espeso. Nosotros apenas sabíamos algo, mas bien, casi nada. H no se dejaba ver. Hablábamos en voz baja, pero de cosas que nada tenían que ver con el asunto. Sabíamos absolutamente todo como para darnos ese lujo que de ahora en más tan solo gozaríamos en nuestra más profunda intimidad. Qué calor, la puta madre. Qué horas tan jodidas. Transcurrido otro largo rato, desde la casa se acercó paulatinamente un viejo tambaleante. Entre el olor a vino y a mierda que trajo su presencia se puso entre nosotros un “cagó muriendo nomá´ la pendeja” que parecía venir desde la parte más inmunda de la tierra. Nosotros nos miramos duros como una pared, mas no dijimos más que una sarta de boludeces varias que para nada amenazaban con cortarnos el pescuezo. Atisbábamos los tejados de las casas que al ponerse el sol asemejaban al jaspe, o al flujo vaginal reseco en una tela, o a diminutas motas de sangre, cuando no a una expresión amoratada de asfixia.
Nos mirábamos de reojo, furtivos y frunciendo el culo ante cualquier posible metida de pata mientras el viejo repetía “cagó muriendo...”. Preguntamos, obviamente, que cómo, mientras que el viejo daba detalles siniestros y falaces ( el busto por un lado, desprendido, la cabeza a varios metros, los brazos aún más lejos) con una leve sonrisa. ¿Y ahora? Hacía cada vez más calor. Y ahora la muerte volvía a interrumpir a golpes el sosiego de los días. Todo el mundo impresionado. La muerte. La muerte joven. La muerte bella. La muerte horrible. La muerte sublime. La muerte perversa. Una verdadera obra de arte. Un acto infernal. La muerte en las talegas y en los ojitos de las viejas. La muerte en el eructo pútrido de los borrachos. LA MUERTE: Un acontecimiento azuzando las más agudas imaginaciones y acosando intrépidamente a las almas más enjutas. Muerte acá y muerte allá.
Ansiosamente, por otra parte, el silencio siempre se aprieta contra las puertas de los hechos.
Absolutamente nadie.
Nadie.
Absolutamente nadie de nadie entre los nadies.
Nosotros que todos lo sabíamos, los representantes anónimos de la muerte, caminábamos impunes bajo el arco dorado del sol de la tarde. Libres e inmensos en la invisibilidad. Los más poderosos del mundo.

H por fín salió y nos contó todo con un gesto de furia. Dio todos los detalles con la precisión de un maestro en las líneas chorreantes de crimen. El viejo nos miraba de reojo, escuchaba, se frotaba las manos, hasta que H lo despidió con tan solo voltear su cara empleando ese movimiento súbito que tantas veces habíamos visto preludiando una copiosa lluvia de puñetazos y rodillazos. Lo conocíamos así, pero también confidencial y contradictorio, a veces temperamental, a veces, cuando algo lo obsesionaba, atento hasta en lo más insignificante. Una vez que nos puso al tanto de la muerte de quien hasta hacía días atrás había sido su novia, adoptó para con nosotros un tono suave y casi implorante. De la desesperación desplegó todo un abanico de posibilidades, de medios, de implicaciones. Incluso mencionó algo acerca de su propia responsabilidad, lo cuál, en el asfixiante calor, resultó como un chorro de agua fría que, de algún modo, lograba aliviarnos. ¿Porqué no sospechar que aquellos a los cuáles un día mandó en cana tan sólo para despegarse del asunto de la merca en Rafael Castillo no andarían detrás de esto? ¿Porqué no sospechar de los que sabían que sus cómplices habían sido silenciados en una noche oscura de calabozo? ¿Porqué no sospechar de aquellos que no vieron ni un cuarto de lo que esperaban ganar en aquel negocio mientras H no reparaba en darse gustos como si nada? ¿Porqué olvidarse del peruano muerto en el supuesto intercambio de balas cuando fueron a allanar el galpón? Ah…¿Y los que sabían que la pendeja era golpeada, dopada e intercambiada por favores? ¿Esos no sospechaban? ¿Y nosotros? No, nosotros sabíamos poco, pero éramos útiles para determinadas causas.

H era así, y en estos momentos parecía que el poder del uniforme ya no lo llenaba de vida. Días atrás solía creerse algo más que un hombre. Para muchos era un monstruo, para otros un gran hombre que sabía poner orden. Los vecinos del barrio lo estimaban como un ejemplo de entereza y vocación contra el crimen. Para alguno que otro era un referente moral, incluso, que, cuando descargaba una bofetada pública en el rostro de la pendeja, no hacía más que llevar a cabo un ritual en el cual se volvían a poner las cosas donde debían estar. No sería nada raro que si ahora hubiera alguien sospechando de él, no tratara de justificar el crimen con un elocuente “por algo lo habrá hecho”. No obstante, la actividad de H no era regida por ningún otro entusiasmo que no fuera el poder que esta era capaz de otorgarle. La impunidad y la brutalidad de algunos de sus actos no era cosa ignorada, es más, hechos como aquél en el cual le rompió las piernas a un pibe cartonero que lo había saludado con el dedo mayor apuntando al cielo eran tibiamente contadas en algunas tertulias, pero siempre más allá de todo repudio. A pesar de sus opacos valores y de su personalidad siempre dispuesta a la legítima defensa, la relación que teníamos con él solía ser más que llevadera. Esto, quizás, se debía a la complicidad que nos unía en la pubertad cuando atracábamos a comerciantes distraídos o acechábamos a muchachos de nuestra edad cuya inocencia solía dejarlos muy mal parados. Notablemente dotados por la ley de la fuerza y curtidos en un permanente abandono, nos sabíamos autosuficientes y dispuestos a todo. Quizás esto y la pasión por todo aquello que siempre se deslizaba por los márgenes de toda moral común, en el fondo, constituía un lazo indisoluble.
Que H se haya hecho policía, al principio, cayó como un gancho al hígado. Para nosotros no significaba más que una declaración de enemistad o una sucia traición a aquellos actos que nos conducían hacia el más profundo goce. ¿De qué se trataba? ¿De una venganza contra la miseria del abandono? ¿De una reivindicación frente al constante desprecio que siempre nos traía el sentirnos diferentes a los demás? ¿De qué…?
Al poco tiempo vimos caer a pedazos todo tipo de especulaciones; detrás del disfraz de hombre de orden se escondía una fiera abyecta aún más feroz que aquella que años atrás robaba golosinas o repartía golpes contundentes por cuestiones de orgullo. La fiera se deslizaba furtivamente y una vez que cazaba a su presa la sometía con todo el peso de su poder. “La ley empieza y acaba conmigo”, le escuchamos decir una vez mientras nuestras narices se aprontaban al trofeo confiscado en uno de esos operativos en los cuáles siempre lo veíamos victorioso. Ahora, la fiera herida gruñía con amargura y nos juraba que no pararía hasta reventar a quienes mataron a la pendeja. No recuerdo qué dijimos, pero creo que, de alguna manera, ofrecimos nuestra ayuda o simplemente notamos que él contaba con nosotros, sobre todo cuando dijo eso de ir a buscar el cuerpo. El calor hundía la ropa en nuestra piel. Creo que resoplamos los tres al mismo tiempo y dijimos alguna que otra idiotez, siempre asintiendo, como no podía ser de otro modo en dicha circunstancia.
Nos quedamos parados mientras él contaba lo de los pies atados y metidos en una bolsa de residuos. Algo quería decir, por supuesto. Nosotros no sabíamos absolutamente nada de todo eso. Lo cierto es que desde que H salió a ponernos al tanto de la situación yo comencé a recordar simultáneamente la primera y la última noche que estuvimos con la pendeja. Alternaban en mi mente los detalles de sus piernas atadas y cubiertas con la forma que dibujaba todo su cuerpo al caminar como arrastrándose. El momento último de sus arcadas con su manera de hablar dilatando vocales cuando estaba drogada. La cachetada del cordobé´ con los moretones disimulados en sus brazos. Nosotros no sabíamos nada, puesto que sabíamos absolutamente todo. H apoyó una mano en mi hombro, puso voz de hermano, se le contrajo la cara con un pudor súbito que escondió tras una retahíla de puteadas y unos dientes apretados que ya no daban miedo. Nos dio la espalda y empezó a caminar apurado mientras de repente me asaltó el recuerdo de aquella vez que la pendeja, estando sola conmigo en el comedor de la casa de H, me pidió por favor que le diera vuelta la cara de un bife. Apreté los labios, y caí en la cuenta de que era un buen momento para nacer otra vez. La muerte había regresado. ¿Cuánto más podría tardar en anunciarse a grito pelado, retumbando en todo el espacio y aturdiendo cada fibra de nuestra humanidad? Mientras, los hombres más poderosos del universo echamos a andar deseosos de un par de gruesas líneas y distraídos por un torrente de atiborrados dibujos en la memoria.

Me enteré de que la muerte ya andaba dando vueltas por ahí mientras una gorda ojerosa jugaba con mi pene. Recurrí a varios recursos como para no verme afectado por lo que decían en la radio. La situación permitía sonreír con cierta levedad, pero me veía afectado por la fricción que provocaba mi posición frente al estentóreo discurso del mundo entero. No pude, sin embargo, evitar sentir el dominio del poder incluso en el control íntimo de la verdad. ¿Qué decían en la radio? Me agitaba de placer cuando hablaban de venganza o de crimen pasional. ¿Se les ocurriría , acaso, decir que el móvil del asesinato estaba en el sumo goce erótico que tan sólo era posible en la profanación total de la carne? ¿Que la supresión definitiva de ese cuerpo constituía un movimiento en el cuál el ser humano podía verse libre transgrediendo a la misma muerte? Éramos tan poderosos que nadie debía saberlo. Nadie. Ni siquiera ella lo supo cuando empezamos a hablar de profanación y de goce y de amplitud del espíritu, etcétera, etcétera. Ciega de palabras accedió inmediatamente, recuerdo, convencida de que al dejarse penetrar por tres vergas simultáneas estaba dando un paso más allá de todo mandato social. Los níveos vómitos del glande la coronaban de gloria. Vivamos, gritamos entonces.
La llevamos con los ojos vendados a un lugar que ni yo mismo logro precisar. Digamos, para no complicar, al corazón mismo de la negra noche. Drogados, sudorosos, jadeantes y excitados permanecíamos con los ojos entrecerrados y la mente en esa idea fija de lo perverso: el sumo goce que supone la ruptura total y embriagadora. La degradación, el desquite, el acto violento era lo que colocaba al verdadero perverso ante la inmediata e infalible autenticidad del goce, así que tuvimos su cuerpo a disposición para arrancarle la ropa a tirones, tumbarlo como un objeto, acomodarlo, enderezarlo, volverlo a tumbar, llenarlo de baba, marcarlo a dentelladas. Recuerdo que su delicado pecho se convulsionaba cada vez que nuestras manos empuñaban sus telas y las abrían con inusitada avidez. Ella vociferaba, agitaba sus manitos en el vacío, se buscaba las tetas antes de que alguno de nosotros adivinara su intención precipitándose en un sopapo y en una mordida intensa que marcaba la aureola rígida del pezón. Prohibido gritar. Plaf! Sonreía y dejaba caer un grueso hilo de saliva por el lado opuesto a aquél que había recibido el amable manotazo. Comenzamos a profanar el cuerpo poco después de alternarnos furiosamente en la penetración sintiendo el chasquido explosivo de las carnes al encontrarse, el vaho húmedo, el roce caliente, sus gemidos entrecortados y dispersos a lo largo de la noche.
Entre sudores, hedor a sexo y viscosidades, procedimos a atar sus piernas con una soga. Ella se dejó hacer. Acto seguido, procedimos a cubrirlas con una bolsa oscura mientras ella, con suavidad, deshacía su forma reptando como si fuera una serpiente. “Parecés una sirena”, dijo el chino, que ni bien percibió que en sus ojos se manifestaba una especie de placer, descargó sobre su rostro un diestro revés que hizo que el cuerpito quedara manso. El gesto se volvió trémulo y apenas sonriente. Le había dolido. Nosotros comenzamos a sentirnos inmensos. Ella no lo sabía. Llevaba, de vez en cuando, la mano al labio sangrante. Volvimos sobre ella ya resueltos y plenos de poder. Recuerdo que durante un segundo se me cruzó la imagen de H y pensé en esa especie de amistad, lo cual me inyectó renovadas fuerzas. Me acerqué, presioné su cabeza con ambas manos e introduje mi verga en su boca jadeante de algo parecido a la desesperación. Eyaculé en su cara y la aparté con una patada colocada justo en la mitad del tórax. Emitió un gemido ronco y se quedó mirándome con una mueca condenatoria que inmediatamente convirtió en una burla. Se arrastró apenas unos metros como un animal repugnante y malherido. Yo la recordé apagando un cigarrillo con la punta de su lengua y arrodillándose a mis pies sin decir nada, como esperando a que la humillara de alguna manera. No sé qué cosa se cruzó en ese instante por su cabeza, pero arrugó el entrecejo y me sacó la lengua hasta que corrí hacia ella poniéndole una mano en la cara. El cordobé´ y el chino sujetaron sus extremidades. Mientras apretaba su cuello noté que nunca la luna me había parecido tan grande y hermosa. Me sentí tan libre que pensé que el abrupto silencio de la noche se hizo para que pudiera lograr una plenitud comunicativa con mi alma dilatada.
Las criaturas más poderosas del universo seguíamos ignorándolo todo. Con el corazón contraído y los ojos muy abiertos, decidimos imitar al resto de la gente; nos dejamos seducir por los enigmas de la muerte. Nos lanzamos a un sinnúmero de especulaciones sin ningún temor al ridículo. Jamás pensamos que la imaginación y la idiotez podrían llegar a tanto.
Días después, cuando la muerte ya daba señales de agotamiento, supimos que habían ordenado la captura de H. Al parecer, habían aparecido de la nada unos cuántos testigos claves. No nos detuvimos a pensar en H, ya que la satisfacción otra vez envolvía nuestra notable existencia. Nos miramos en silencio y los tres al mismo tiempo procuramos despegar la ropa que se adhería húmeda a la piel.